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La peregrinación de un hijo.

Como sabrán, en este espacio suelo contar historias de los oyentes, pero hoy es un episodio especial. Hoy quiero compartir algo muy personal, una historia directa mía, real, donde mis sentimientos están latiendo y no puedo apagar mi dolor. Hoy hace un mes que mi vida cambió para siempre… hoy hace un mes que mi padre se fue.


Estamos en época de luto, y aunque por fuera parezca que intentamos estar bien, dentro de nosotros el dolor sigue muy vivo. Cada paso hacia adelante cuesta, porque cada paso despierta un recuerdo. Y en mi caso, esos recuerdos están llenos de su cara, de su alegría, de su orgullo. Recuerdo, por ejemplo, cómo se emocionaba cuando cumplía con mi trabajo, cuando hacía mi tarea bien hecha, y él lo celebraba con una sonrisa de orgullo, como si fuera suyo. Esa mirada iluminada… ese recuerdo nadie me lo podrá quitar.


El día después de despedirlo, sin decirlo en voz alta, me hice una promesa íntima. No una promesa escrita, sino un propósito del alma: emprender una especie de peregrinación en su memoria. Un camino que no buscaba borrar el dolor, sino honrarlo. Y así comenzó un recorrido donde cada parada se convirtió en un reencuentro distinto, un encuentro con recuerdos, personas y lugares que marcaron nuestra historia.


La primera parada fue La Mola, mi montaña favorita. Allí no llevé ninguna flor, pero sí viví un reencuentro profundo: mi reencuentro con él. Subí buscando refugio, buscando fuerza, y en la ermita de San Lorenzo hablé con él como nunca antes. Le pedí que cuidara de mí, de mi familia, de todos los que quedamos aquí. Y le di gracias por todo lo vivido. Entre aquellas piedras y aquel cielo abierto entendí que, aunque ya no estuviera físicamente, seguiría caminando conmigo de otra manera.


Después, con las flores de su tanatorio en mis manos, comencé a llevarlo conmigo, pedazo a pedazo, a los lugares que nos habían marcado.


La primera de esas flores la dejé en Montserrat. Allí viví un reencuentro con la fuerza, con la paz y la energía que este lugar siempre me ha transmitido. Frente a la Virgen, deposité la flor como quien entrega un trozo de su corazón. Le pedí fortaleza y esperanza, y sentí que la montaña me abrazaba, y que esas flores ya no eran solo flores: eran él, llegando conmigo a un lugar sagrado.


A partir de Montserrat, alguien muy especial comenzó a acompañarme en el camino. Ha llegado a mi vida como un ángel caído del cielo, brindándome fuerza y ánimo justo cuando más lo necesitaba. Su presencia silenciosa me sostuvo en cada paso, acompañando mis recuerdos sin necesidad de palabras, dejando que mi peregrinación hablara por sí misma.


La siguiente flor fue para la Virgen de la Fuensanta, en Sabadell. Allí viví un reencuentro familiar: un reencuentro de él con la familia, con las raíces, con la alegría de vernos unidos en la tradición y el cariño. Ese barrio donde llegó desde Granada, donde echó raíces, se llenaba de vida cada año durante la romería: familia, amigos, vecinos… todos nos saludábamos, compartíamos sonrisas. Para él era un día grande, un día de unión. Dejarle allí una flor fue volver a regalarle ese ambiente de comunidad, de familia, de raíz.


Más adelante, con otra flor, llegué a Zaragoza, a la Virgen del Pilar. Allí viví un reencuentro con la promesa y con su mirada. Cuando yo era muy pequeño, mi padre me dijo que me llevaría a ver a la Virgen del Pilar, y esa promesa nunca se cumplió. Con los años, ya de mayor, le recordé que había que cumplirla, y al final así fue: no fue él quien me llevó a mí… fui yo quien lo llevó a él.


Verlo contemplando la Virgen del Pilar, con esa mirada de fe y emoción, fue un reencuentro con su interior, con su corazón y con nuestra historia compartida. Y ahora, al volver con su flor de tanatorio, pedí que desde arriba lo cuidaran y lo curaran. En ese momento sentí que todo había cerrado un círculo: la promesa se había cumplido, en vida y más allá de la vida.

El viaje continuó hacia Órgiva, en Granada, hasta el cementerio donde descansa mi abuela, su madre. Para ella había guardado una rosa blanca que cuidé con esmero desde Barcelona para que llegara intacta. La dejé sobre su nicho, y al hacerlo sentí un reencuentro de tres generaciones: mi abuela, mi padre y yo. Esa flor blanca no era solo un gesto, era un lazo entre los que fuimos, los que somos y los que seguiremos siendo.


Al entrar en el cementerio, tuve la sensación de estar entregándome a él, de cumplir un ciclo, de cerrar un capítulo importante de mi vida y acercarme a su corazón. Esa sensación me acompañó con cada paso que di allí, y se repetiría más intensamente al entrar en la cripta de Fray Leopoldo.


En la cripta de Fray Leopoldo, cada paso que daba despertaba esa misma sensación: entrega, cercanía y paz. Recordé cómo mi padre, la vez que lo llevé, miraba y pedía por los suyos, con esa mirada de devoción y bondad, esa conexión profunda con Fray Leopoldo. Sentí que me daba las gracias por haberlo llevado, como si supiera que era la última vez que podría estar allí. Cada paso me acercaba a su corazón y sentía que estaba cerrando ese ciclo, cumpliendo algo muy profundo en nuestra historia compartida.


Allí, frente a Fray Leopoldo y en memoria de mi padre, cerré los ojos y elevé una plegaria profunda y sincera. Les pedí que me dieran la fuerza para parecerme a ellos algún día, para poder caminar con la misma bondad, gratitud y nobleza que los caracterizó. Que me ayudaran a no desviarme en este camino difícil, para que pudiera avanzar por la senda del amor, la rectitud y la generosidad. Les dije que me habían puesto un listón muy alto: su bondad y su entrega parecen inalcanzables a veces… pero les pedí que me acompañaran, que me dieran su fuerza para seguir intentándolo. Que me ayudaran a ser como ellos, y que así algún día pudiera reencontrarme con ellos, no solo en recuerdos, sino en la esencia de lo que me enseñaron.


Sentí que cada palabra, cada pensamiento, era escuchado. Que su mirada bondadosa me sostenía, y que esa conexión con Fray Leopoldo y con mi padre me daba fuerza para continuar. Cada paso dentro de la cripta era un paso hacia esa guía, hacia la luz que ambos me transmiten, hacia la paz de saber que, aunque ya no estén físicamente, su ejemplo sigue vivo en mí.


Cuando salí de la cripta, mi cuerpo quedó agotado, como si un cansancio repentino me atravesara de golpe. Era una sensación rara, extraña… como un descanso profundo después de un largo viaje. No hay palabras que puedan describir exactamente lo que sentí, pero supe que era un límite, un punto de entrega total, donde mi cuerpo y mi corazón habían dado todo y, al mismo tiempo, habían recibido algo que no se puede explicar con palabras.


Justo antes de salir de Granada, tuve que parar el coche. Tenía la sensación de que dejaba algo en esta tierra, que algo me decía que no avanzase, que me faltaba algo, que no todo estaba hecho… y en ese momento cerré los ojos.


Mientras lloraba, sentí una necesidad enorme, casi física, de su presencia. Le pedía a mi padre que estuviera conmigo, que me abrazara, que me diera ese consuelo que solo él podía darme. Cada lágrima era una palabra muda, cada respiración un ruego silencioso: “Te necesito, papá… necesito tu abrazo… necesito sentir que me cuidas todavía”.


Y entonces, lo sentí. Un abrazo cálido, fuerte, lleno de amor y protección, que me envolvió por completo. Abrí los ojos y no era él… era ella, esa presencia que me había acompañado desde Montserrat, silenciosa y constante. Y en ese instante entendí algo profundo: mi padre había enviado a su ángel a sostenerme, a darme ese abrazo que necesitaba sin que yo lo pidiera.


Fue un instante de conexión total, de cuidado absoluto, de amor incondicional. Mi corazón se sintió sostenido, mi dolor acompañado y, por primera vez en horas, pude respirar con alivio. Supe que, aunque ya no estaba físicamente, él seguía cuidándome, y que su amor se manifestaba a través de los que me acompañan en la vida.


Hoy quiero agradecer profundamente a esa persona que ha estado a mi lado en esta peregrinación: su fuerza, su paciencia y su ternura me han permitido avanzar cuando parecía imposible. Sin su apoyo, este camino habría sido mucho más pesado. Su compañía me ha dado el valor para seguir recordando, para seguir viviendo con él en mi corazón y para aprender a aceptar la ausencia sin dejar de sentir la presencia.


Esta peregrinación no borró la tristeza. No pretendía hacerlo. Pero sí me enseñó algo: que recordar también es avanzar. Que el luto no es quedarse quieto en la oscuridad, sino caminar con el peso del amor y de la memoria, acompañado incluso por los ángeles que él envía, y por aquellos que, con su apoyo, nos sostienen en la vida.


Hoy, un mes después, sigo sintiendo su ausencia… pero también su presencia. En cada gesto, en cada recuerdo, en cada flor que fue un pedazo de él, y en cada abrazo inesperado, sé que sigue caminando conmigo. Y sé también que no estoy solo: hay personas que, con su amor y cuidado, me ayudan a mantener vivo ese vínculo y a avanzar con esperanza.


Gracias por acompañarme en este recorrido íntimo. Al compartirlo contigo, siento que la memoria de mi padre no solo vive en mí, sino que se extiende, llegando también a tu corazón.


Como suelo decir siempre: cuidad de vuestros corazones y de aquellas personas que siguen a vuestro alrededor, y que os dan ese abrazo inesperado en el momento que más lo necesitáis.


Vicente Martín López

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